6.9.08

LUCHA SINDICAL EN LA PARRILLA DE SAN LORENZO

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Habíamos llegado sobre la una a ese inmenso nudo de carreteras que Madrid es, entre otras muchas cosas, y decidimos emplear la correspondiente pausa en nuestro viaje, tras un par de horas de volante, para revisitar el famoso monasterio de San Lorenzo del Escorial, que no veíamos desde hacía varios lustros.

El monasterio, sobre el que omitiré cualquier descripción turístico-artística que no venga al caso, está rodeado, como muchos sabréis, por una gran explanada de piedra a la que el conjunto, cuadrado como la parrilla en que frieron al santo, vierte dos de su lados; en cada uno de esos lados hay una puerta y, en la planicie de granito, ninguna indicación útil para averiguar por cuál de ellas se accede al recinto, lo que, de murphiana forma, llevó nuestro pasos hacia el portón de salida, que se asoma al patio de los reyes, y nos obligó a recorrer sus buenos 200 metros para situarnos en la entrada.

Tras pagar la entrada, sin guía, y sortear la seguridad electrónica debidamente etiquetados como visitantes de segunda clase, accedimos al recinto, donde pronto tuvimos la primera señal de que la agitación obrera estaba minando los cimientos de aquel histórico enclave, mitad monasterio y mitad palacio, desde el que un día dirigiera el mundo un rey de dudoso gusto artístico e indubitablemente aburrido. Mientras visitábamos una de las primeras salas del recorrido, dedicada a ilustrar con maquetas, planos y hasta utensilios de albañil el proceso de construcción del edificio, un susurro itinerante bajo la bóveda nos trajo noticia del descontento de los que hoy constituyen la Guardia de Palacio, vigilantes con walkie talkie y uniforme de ferroviario:

- A Fulanito lo mandaron para arriba. Arriba se está bien, mejor que esto –aseguraba una de las vigilantes a otro.

- Fulanito es de Alpedrete ¿No? Es amigo de una prima –contestó el otro, de ánimo levantisco más disperso.

Aprovechando la manifiesta inquietud de la Guardia por sus problemas laborales me aventuré a girar la polea de una extraña maqueta a escala reducida de una máquina de madera que seguramente serviría para elevar grandes pesos, aunque ninguna etiqueta explicativa adornaba los alrededores de tan singular objeto. Por desgracia, la Guardia volvió a sus asuntos cotidianos:

- Señor, no se puede tocar –una lástima, pensé, porque la maqueta estaba obviamente pensada para reproducir el movimiento de los engranajes de aquel armatoste.

Continuamos la marcha y nos dirigimos al Panteón de los Reyes, para cuya visita, sin embargo, no nos habilitaban nuestras entradas (¡Vaya por Dios!). A la entrada pedían silencio varios carteles de forma tan vistosa como los excitados gestos de los Guardias allí reunidos, más escandalosos que vigilantes.

- Una de las chicas del ala oeste me dijo que allí, los turnos, los llevan así y asá ¡Así que no comprendo por qué yo tengo que hacer tanto y cuanto! –espetaba una de las Guardias a otra mientras su acusado perfil oscilaba como una guadaña-. Los de aquí siempre somos los tontos de la película.

- Pues en el ala oeste llevan los turnos igual que aquí, igual que en todos lados –contestaba la aludida, probablemente un esquirol de la última huelga.

- Te digo yo que no, que me lo han dicho.

- ¡Pues yo te digo que quien te lo haya dicho es una embustera!

Ante lo caldeado del ambiente me guardé de preguntar, sólo por fastidiar, si mis entradas, efectivamente, no servían para visitar ese recinto. Seguimos nuestro recorrido hacia la famosa biblioteca y mis niñas, ajenas a los misterios de las barreras de seguridad, escaparon al exterior del monasterio con mi consiguiente alarma ante la sospecha de que no nos volviesen a dejar entrar para completar la visita. Afortunadamente, las Guardias de la puerta parecían distraídas debatiendo con la encargada de la tienda de regalos, cigarrillo en ristre, y no hacían el menor caso de nuestra maniobra de familia de provincias, dominguera para más datos, cuando eludimos hábilmente el laberinto de cordones púrpura y el arco magnético que se interponían frente a nuestra reentrada, a espaldas de la única Guardia que, ajena a la conversación de sus compañeras y a nuestro sospechoso deambular, se dedicaba a charlar por teléfono móvil con su novio informal. Las de la puerta, entre calada y calada al cigarrillo, se lamentaban de la pesadez de su jornada laboral y sopesaban las ventajas de la jornada intensiva.

- Yo preferiría tener un rato para comer en casa –decía la oriunda de San Lorenzo.

- A mí no me cunde llegar a Getafe, prefiero la jornada intensiva. Además estoy a régimen; aquí apenas pruebo bocado.

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