25.7.10

SANBORN, GADD Y De FRANCESCO


El buen cuerpo que se le queda a uno después de una buena noche de jazz y brisa... David Sanborn (saxo), Joey De Francesco (órgano, trompeta, voz) y Steve Gadd (Batera). Viejos zorros de estudio, músicos de sesión. El escenario, evocador: una ruinas romanas cerca de la playa, a lo Pink Floyd.

Comenzaron a medio gas, destilando su genio según programa, administrando los aplausos, luciendo la destreza de sus dedos. Parecía como si nos estuviesen probando: ese juego del directo entre el artista, que mide, y el público, que da la medida de lo que merece. Podría haber quedado todo en otro concierto más de jazz, correcto y anodino, pero latía demasiada lava en aquel volcán, y parecía inevitable que desbordase el programa, lo mereciese quien lo mereciese.

No es nada difícil ponerse en marcha si tienes en la manga una buena versión de una buena canción, así que Sanborn, Gadd y De Francesco echaron el resto y enseñaron el as: Basin' Street Blues. El trío dejó de medir, y las bancadas de asientos de plástico cogieron el ritmo dominante de la potentísima batera de Gadd. Joey De Francesco, un tipo simpático, se convirtió en el alma de la fiesta con su intervención vocal para bordar un Let the Good Time Roll que acabó de poner cachondo al personal, cada vez más convencido de que la locomotora estaba tomando carrerilla.

La sucesión de solos había dejado paso a un diálogo mucho más fluído entre los del trío -y entre ellos y el público-, como si alguien hubiese visto a tiempo que es imposible hacer un buen cocido con salchichas de Frankfurt y hubiese sacado a tiempo los chorizos, el blanco y la olla a presión. Sanborn desistió de las demostraciones de virtuosismo y empezó a sonar de verdad, fácil y perfecto.

La canción de cierre, cuyo nombre no recuerdo, ágil y potente, apoteósica, acabó por hacer saltar el pito de la olla a presión. El cocido estaba en su punto, ligados los aromas. Ahora sí, listo para servir.

Joey De Francesco

16.7.10

ELOGIO DEL ORINAL

Mi abuela, que en paz descanse, vivía en una de aquellas casas antiguas, de techos altos y huérfanas de calefacción, entre cuyas paredes se acumulaba por la noche todo el frío de las heladas mañaneras. Dormías hundido en colchones de pluma, abrigados cual moderno edredón nórdico y listados de blanquirojo, y sepultado por una capa de lana que pesaba como si tuvieses encima al rebaño entero de ovejas. En aquellas condiciones, levantarse de madrugada para ir al baño era todo un suplicio, más aún porque el aseo se disponía a menudo en la galería de la casa como un añadido al cuerpo principal de la vivienda, concebida en tiempos en que la disponibilidad de un cuarto independiente en el interior para el sanitario era un lujo al alcance de pocos y en los que tal menester se cumplía en el exterior. Para suplir aquellas deficiencias, cada estancia de la casa destinada a dormitorio albergaba un orinal a los pies de la cama, habitualmente escondido bajo el somier, que entonces era de muelles y chirriaba con cada movimiento como un ferrocarril a punto de deternerse. Si al alba sentías la urgencia de evacuar tus aguas menores, apartabas apenas el rebaño que te cubría, te sentabas en la cama, sacabas el orinal de debajo del camastro y, como podías, descubrías la parte justa de tu anatomía que te permitiese orinar en el artefacto, maniobra no exenta de cierta consuetudinaria destreza que te permitía, mal que bien, evitar los rigores meteorológicos que cada noche caían sobre la casa cerrada como un invierno siberiano. Aliviados tus orgánicos desagües, con otro saludable abdominal, mens sana in corpore sano, empujabas de nuevo el orinal ya relleno bajo tu lecho y volvías a enfundarte en el cálido abrazo colchonero hasta la hora de levantarte.
Hoy los sanitarios con agua corriente, mucho más higiénicos, han desplazado a aquellos bacines pero, por muchas incontables ventajas que Roca y compañía hayan traído para la prevención de malos olores y la expansión de las bacterias, con los antiguos orinales hemos perdido por el camino pequeños placeres como el de la música que los orines cantaban al caer sobre sus variadas superficies, el gorjeo sobre la porcelana, el tintineo del líquido golpeado contra la hojalata.


14.7.10

THE SEARCHERS

13.7.10

HA NACIDO UNA ESTRELLA

El lugar tiene un nombre tan poco evocador como NGC2467 y está en nuestra galaxia. Dicho así, parece una de esas cosas que sólo entienden los científicos y, seguramente, lo que allí está sucediendo, el nacimiento de una estrella, jamás tendrá sobre nuestras vidas una repercusión notable. Es algo nimio frente al peso de una hipoteca, un desamor o la brisa nocturna, una reacción química menos excitante que el brote de la espuma en una vaso de cerveza. Pero las cosas que suceden en nuestro universo más cercano, a miles de años luz de nosotros, son algo nuestro, y podemos verter en ellas nuestras ilusiones igual que en las flores que nunca vimos florecer o los amores que jamás sentimos. Podemos imaginar un punto más en el camino lechoso que surca nuestro cielo e imaginar un principio, de algo, y quizá entonces cobren significado las siglas que no nos dicen nada por sí solas. Podemos saltar al espacio infinito desde el lomo de un intrincado telescopio y soñar más allá de lo que la ciencia adivina, y rellenar de poesía los huecos del conocimiento.