8.9.09

LONG JOHN SILVER EN ASTURIAS



Castropol

Cada vez que damos un paso, nuestra imaginación da otro, y vemos lo que vemos, y lo que creemos ver. Hace ya algunos años pisé Luarca y mi imaginación se encontró, en una de esas laderas que miran a los mares del Norte, con una casa que era trasunto de las posadas de marineros y piratas que aparecen en mis novelas. Por aquel entonces acababa de leer por enésima vez La isla del tesoro, y supongo que mis sueños dormían a la luz de un candil en un pequeño catre de una de esas posadas, la del Almirante Benbow. Hasta entonces, mi imagen de Asturias era la de un país de brañas, de bosques y cuentos, de ganado y canciones, de paneras de castaño viejo. Era también aquella -esta- una tierra de minas, de ferrocarriles que se deslizaban sobre los helechos, de abismos excavados en las sumidades de una tierra agreste. Y era una tierra de indianos, de villas tan embriagadoras como un jardín caribeño. Bajo todo aquello latía también el pulso de la antigüedad, de la Historia, pues Asturias ha sabido conservar para nosotros encantadoras estampas que son una imagen del transcurso de los años y, a poco pensar, un magnífico pistón en el que encender la mecha de la fábula para intentar adivinar cómo fue antaño: las canciones de los bardos, la misa del año mil en Santa María del Naranco, las herraduras de los caballos de guerra sonando en los puertos, las sandalias de los legionarios sobre la hierba de un prado una noche lluviosa de luna llena,...

Cuando pisé Luarca hace cinco veranos, tuve el atisbo de otros sueños. La imaginación nos pertenece sólo hasta cierto punto y sus caprichos nos resultan extraños, así que no sé qué condujo a la mía a mostrarme, en aquel puerto y no en Llanes o en Cudillero, los velocísimos cutters del contrabando, las barcas remando en la oscuridad hacia los buques fondeados. Aquella era un Asturias igual y distinta a la que conocía, y esa sensación intuida entonces se ha visto acrecentada ahora con mi último paseo por ese occidente de rías y acantilados, de pueblos que bajan al mar empedrados y en cuyas calles, para mi sorpresa, no me sorprendería descubrir el amenazador tintineo del sable de abordaje al cinturón prendido, el olor de los tricornios embreados, el repiqueteo de una pata de palo sobre los guijarros. En Castropol, o en Figueras, o en Ribadeo, en la vecina Galicia, podría doblar una esquina y encontrar a Long John Silver; en Castropol, o en Figueras, o en Ribadeo, entre cuyas riberas, al pálido resplandor de la luna llena, la ría es un costurón de siniestra blancura.

Ribadeo




4 comentarios:

malatesta dijo...

Ya tenía ganas yo de visitar Asturias. Para mi vergüenza y oprobio nunca he estado. Ahora tengo más.

ismo dijo...

Ante un placer cierto, a menudo es estimulante reservarse. Puedes pensar que Asturias es una chica a la que todavía no te has atrevido a dirigirle la palabra, y soñar con ella mientras tanto. Yo ya sueño con el momento de volver a verla.

XuanRata dijo...

Yo entre la Historia y las historias no sé cuáles son más imaginadas. Creo que solo tu experiencia (y la de cualquiera) es lo real. Y desde luego, nadie como un extranjero para retratar la tierra.
Joder, tu Asturias me gusta más que la mía.

ismo dijo...

Jajaja... Eso es imposible. Mi Asturias se alimenta de la tuya también: de tus luces de fragua, de tus fresnos junto al río, de la espiga dorada... Es lo que tiene arraigar.