12.7.08

TREKKING ABSURDO

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De todos los rincones naturales de la península ibérica, el Planell de Aigüestortes es, seguramente, uno de los más encantadores. En esa planicie recogida entre altísimas cumbres pirenaicas se remansan las aguas de las decenas de arroyos y torrentes que descienden de las montañas y vierten en la pradera sus aguas gélidas, cristalinas, que serpentean entre los abetos y los pinos negros como una caprichosa veta de jade, de azul cielo, de ocre, de frescor.

La planicie o, en catalán, el planell, se extiende a 1.800 metros de altura en un valle hermosísimo circundado de picos rocosos. A sus pies, algunos metros más abajo, el lago Llebreta (Estany Llebreta) reluce como una piedra preciosa de refulgente azul entre el verdor de la vegetación… Idílico. Sobre la planicie, si continuamos la marcha, otro lago, el Estany Llong, desagua en ella la nieve derretida que, incluso en pleno verano, salpica aquí y allá las cumbres de más de 2.000 metros.

Subí a la planicie en uno de los Land Rover que realizan el servicio para turistas, aunque se puede cubrir a pie la ruta que asciende desde el valle de Boí por la ribera de Sant Nicolau, sin más dificultad que la de caminar varias horas de ascensión. Una vez en el Planell, el camino es ancho y cómodo entre la hierba, apto para vagos, niños pequeños y discapacitados… Resultaba gratificante ver a gente en silla de ruedas disfrutando como el que más de la alta montaña; la organización del Parque se gana con ello mi sincera felicitación.

Como iba con niños pequeños, cometí la imprudencia de pensar que el paseo sería corto, así que cuando mi mujer me animó a seguir la caminata solo, me encontré cargado con una mochilla llena de trastos inútiles (que no le iba a dejar a ella; bastante tenía con dos peques con sobredosis de aire puro) y un calzado tenístico completamente inapropiado para la situación. A pesar de ello, como a la cabra le tira el monte, inicié la subida hacia el Estany Llong con la promesa de regresar en una hora, a tiempo para coger el jeep de regreso y que los peques pudiesen comer a su hora en el valle.

Y bien… Por fácil que fuese el camino, la montaña es la montaña, y la piedra es la piedra, y cada una de las que iba encontrando en el camino se clavaba en la planta de mi pie como si la suela de mis Nike fuese un espejismo. Si a eso añadimos que tu previsión horaria se establece sobre la estimación de un tipo con pinta de indio (un serpa, probablemente) que bajaba del lugar a donde me dirigía, los cánones del trekking absurdo han quedado establecidos.

Allí iba yo, con mis bambas de tierra batida, marcando el paso, con una mochila de 35 litros a mi espalda cargada de cachivaches: la brújula que utilizo para ir enseñando a mis hijas los fundamentos de la orientación, sus chalecos con forro polar, el tiovivo de juguete, el teléfono que dice los colores, algunos vasos de plástico, dos gorritos con flores, un móvil sin batería y sin cobertura, un folleto de precios de tratamientos fisioterapéuticos,… Ni una maldita cantimplora, por citar alguna de las ausencias.

El camino discurría al principio por el bosque, con suaves ondulaciones y alguna que otra pasarela cuidadosamente dispuesta para salvar los arroyos sin mojarse los pies; desembocaba en una pequeña planicie y acababa subiendo una empinada ladera hasta el estany Llong. Paulatinamente iba adelantando a todos los caminantes que habían emprendido la subida antes que yo, saludando a los más lentos con un animoso “Hasta luego” y a los más rápidos con un exhausto “Fst Ahuego”. Mi planta del pie izquierdo venía ya bastante maltrecha desde el bosque, y la última subida acabó por joderme definitivamente el tobillo. En un momento de crisis anímica pensé seriamente en abandonar la ascensión, pues llevaba más de media hora de camino y todavía no podía oler el lago; me detuve en un recodo para recobrar la respiración y una simpática jienense a la que había adelantado poco antes llegó hasta mí y me animó a seguir:

- Si no te debe quedar nà. Camina un poco más y así haces la foto y se la enseñas a tus niñas…

Yo intentaba no resoplar demasiado para poder oír lo que me decía y ser capaz de esbozar alguna contestación. Estaba a punto de decirle que abandonaba cuando ella, sin saberlo, me proporcionó la inyección de autoestima que estaba necesitando:

- Al paso que subes, no deberías tardar más de 10 minutos en llegar…

No voy a negarlo: en ese momento pensé que estaba haciendo una proeza, me vi a mí mismo como uno de esos tipos sudorosos y escuálidos que hacen maratones campo a través y protagonizan los anuncios televisivos de las marcas deportivas. Just do it, vamos. Vislumbré en lontananza a dos chicas argentinas que habían subido mucho antes que yo y me propusé alcanzarlas, como se ve completamente enajenado por el mal de altura, así que me despedí de la jienense y seguí subiendo, según su consejo, por “ahí donde el camino se rompe y se llena de piedras”.

Alcancé a las argentinas, hecho un despojo, en lo alto de un repecho, y allí perdí la respiración ante el sobrecogedor panorama del circo y de un lago azul de cuento de hadas encastrado allí como un artificio de la magia. Había llegado…

Tras un breve descanso, tirar algunas fotos y refrescarme un poco, inicié el descenso, con poco tiempo por delante, así que decidí correr a trechos y continuar con la comedia. Ahora todos los caminantes que antes había adelantado me veían bajar alegremente, trotando con mi mochila a cuestas; hacía fresquete, pero sudaba como un cerdo. Supongo que muchos debían pensar que yo era realmente una especie de corredor amateur, un pirado del deporte extremo, y eso que no sabían que mi mochila no contenía ni agua ni barritas nutritivas sino un tiovivo FisherPrice o algo parecido que habría podido provocar una estampida entre las vacas que pacían por allí tan tranquilas.

Tras sortear de vuelta el trecho más roto, mi tobillo comenzó a quejarse estentóreamente. Tal como el camino se endulzaba, paradójicamente, el muy cabrón me dolía más y más y yo sólo soñaba ya con llegar de nuevo al Planell, quitarme la zapatilla y sumergirlo en el agua helada.

Tardé aproximadamente una hora y cuarto en ir y volver. Allí estaba mi mujer:

- ¿Qué tal?

- Uf… uf… Jodido pero contento. Tengo el pie izquierdo maltrecho pero he disfrutado como un enano. Ya verás las fotos.

Entonces ella me mima, se ríe y me dice:

- Lo que llevabas en la mochila te habrá servido de mucho.

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6 comentarios:

Anónimo dijo...

Bonito rincón...

Anónimo dijo...

Vaya experiencia. El sitio debe ser precioso! Gracias por el relato y las fotos.

ismo dijo...

Es un placer contarlo

Marta dijo...

Madre mia que locura...La jienense no se llamaría Inma y tiene el pelo rizado no?? capaz..que el mundo es un pañuelo y los pirados de la montaña andan por todas partes.

Al final merecio la pena no? quejica...

ismo dijo...

No me dijo su nombre, pero llevaba el pelo bastante corto... y un bebé en la mochila.

Y no, no me quejo... Además, en un balneario luce mucho una lesión, porque das a todos los abuelos, pobres, con sus achaques, la oportunidad de ver a alguien más visiblemente jodido. Pasaba junto a una señora mayor, en el desayuno, y escuché que le decía a su marido: "Mira a ese chico, tiene el pie mal"... Creo que con aquello le quité diez años de encima ;)

malatesta dijo...

Jo, tardo unos días en pasarme por aquí y ya tengo lectura pendiente para un buen rato.
Simpática anécdota. Me ha recordado la vez que subí a la torre de Gioto, en Florencia. Hacia arriba fui a buen paso, adelantando a todos los turistas. Una vez arriba eché un vistazo, tiré unas fotos... y cuando fui a bajar, en el primer tramo casi me mato. Me falló uno de los cuádriceps. Tuve que quedarme sentado en uno de los escalones, y todos los que había adelantado, viejecitos incluídos, llegaron abajo antes que yo.